BIO | Esencial Pilar Barenghi
Nací y crecí en Santa Fe, la ciudad que habito. Fui afortunada. Mi generación tuvo una infancia marcada por la lectura y el cine. La TV estuvo ausente en mi niñez y ni pensar en redes sociales y sus conexiones.
Interesada por los idiomas, estudió Inglés en el Instituto Argentino de Cultura Inglesa. Cambridge Lower Certificate; luego Francés, en el marco del Curso completo de Capacitación del Liceo Municipal “Antonio Fuentes del Arco”; así estudió Italiano, el Curso completo de Mediador Lingüístico Italiano-Español, finalemente y no menos importante estudió Griego, en la Facultad de Humanidades y Ciencias por exigencias curriculares, cursado de dos años.
TRAYECTORIA | Su hacer literario, en primera persona...
"Nací y crecí en Santa Fe, la ciudad que habito. Fui afortunada. Mi generación tuvo una infancia marcada por la lectura y el cine. La TV estuvo ausente en mi niñez y ni pensar en redes sociales y sus conexiones.
Primero fue la fascinación por Salgari, Luisa M.Alcott, Bradbury, Verne, y el deseo de ser parte de esas historias y, sin detectarlo conscientemente, de escribir.
En la escuela, Lengua no era una actividad obligatoria, sino un acto pleno de felicidad. No lo sabía con la certeza con que ahora lo sé, pero escribir era una forma de revelar cosas en mí. Con el tiempo otros autores me hablaron al oído. ¿Cómo no agradecer el encuentro con el universo borgeano y a las ficciones provocativas de Cortázar? ¿Cómo no abordarlos para ingresar a mundos múltiples y prodigiosos? ¿Cómo no recorrer con Calvino el itinerario de Las ciudades invisibles?
Imposible disociarme de la fascinación de lo que se dio en llamar el boom de la literatura latinoamericana. Fue ahí que disfruté la intensidad de Juan Rulfo, de García Márquez, de Guillermo Cabrera Infante o Jorge Amado. Luego llegaron, casi sorpresivamente, los textos Yourcenar, Joseph Conrad y Truman Capote entre tantos otros memorables.
Así fue que me relacioné con un grupo de escritores con quienes recreamos el Taller Literario de SADE, al que llamamos "Temps era Temps". Este nuevo emprendimiento devino en el Fondo Editorial Cooperativo al que pertenezco en la actualidad, a veinticinco años de su fundación. Simultáneamente la "Sociedad Argentina De Escritores – Filial Santa Fe", me dio la bienvenida a sus filas como socia y colaboradora.
Soy narradora. Cuento historias breves que imagino; que pasan frente a mí; que aparecen disimuladas y ocultas en la gran historia. Imagino el acto de escribir, sea narración o poesía, como un gran bloque de mármol, cemento o madera. Como lo hace el escultor, el escritor va modelando la obra que adivina oculta en la materia. Agrega verbos, omite adjetivos, persigue sustantivos.
Finalmente cuando logra dar forma a “eso” que se adivinó indeterminado, aparece el cuento. Las correcciones no finalizan nunca. Tal vez el acto de publicar sea la el camino de llegar al punto final.
Si bien la narración es el eje desde el cual me expreso, admiro ese compuesto de síntesis y contenido que es la poesía en su esencia más pura. Disfruto de la obra de los argentinos Alejandra Pizarnik, Roberto Juarroz, Ana Emilia Lahítte, Jorge Boccanera, Hugo Mujica. Con estos tres últimos autores tuve la alegría de compartir la Antología "Últimas nociones de la fe y los buenosaires", que, junto con las publicaciones mencionadas más arriba, nos han llevado a diversas ciudades de la Argentina, de Uruguay, de España y Francia.
Los santafesinos, tanto en narrativa o poesía, me llevan a la obra de Néstor Fenoglio, Sergio Ferreira, Beatriz Bolsi y Luis Pablo Casals.
Busco modelar el relato breve, urbano y directo. De esa forma abordo la existencia de hombres y mujeres frente a los infortunios y maravillas de la vida con minúsculas. Y con mayúsculas.
Estoy dedicada a la preparación de mi tercer libro individual. Su titulo ya está decidido, pero lo reservo por ahora. Quienes escribimos ocultamos cosas hasta que la obra ve la luz. A partir de ahí, el texto deja de ser nuestra exclusiva propiedad para ingresar al mundo del lector quien lo llevará por el mundo y sus alrededores, para nuestro bien y el de la literatura toda."
OBRA | Publicaciones
- "Los juegos del Temps" (en colaboración) Centro de Publicaciones UNL (2000).
- "Últimas nociones de la fe y los buenosaires" (en colaboración) Centro de Publicaciones UNL (2001).
- "Soles en reposo" Editorial Ciudad Gótica. Rosario (2006).
- "La última en llegar". Ed. de autor. (2011).
- Participación en las "Antologías de la SADE – 2006, 2013, 2020."
- Traducción del italiano al castellano del comentario de Anna Laura Puliafito: “Cual saldo, fermo e constante scoglio. Biografía y praxis. Dedicatoria latinas y en lengua vulgar de Giordano Bruno. Revista del Centro de Estudios Comparados de la Fac. de Humanidades y Ciencias “El Hilo de la Fábula”.. Nº 4 Año 2005.
- Participación en la Antología "Cuentos que hacen el cuento". Fondo Editorial Los juegos del Temps, 2017.
- Participación en la "Antología Somos porque decimos", Fondo Editorial Los juegos del Temps, 2019.
- Participación en la Antología “El día que guardamos los abrazos", Editorial Thelema, Bs. As. 2020.
- Ha publicado artículos en el diario El Litoral, en los que incursiona brevemente en el ámbito de la “crónica”
- Participación en el segmento literario “Alpargatas si, libros también”, del programa radial “¿Escuchan en el fondo?” transmitido por LT10 Radio Universidad Nacional del Litoral, durante la década del 90 y de gran repercusión en la radiofonía santafesina.
OBRA | Algunas letras
No ha sido fácil elegir que compartir en el artículo, del material enviado por la escritora, esperamos disfruten de estos emotivos cuentos.
SOLES EN REPOSO
Para Mirta, Chiqui, José, y,
por supuesto, para Abel Gatti
Detesto la lluvia. Nadie que me conozca lo ignora. Y me molesta todo lo que ella significa: el olor a cuerpos mojados, la lucha con los paraguas que no se abren, los impermeables pesados. Y me fastidia la gente que se asombra:
— ¿¡Cómo puede ser que no te guste la lluvia!?
—Puede ser y no me gusta— respondo tratando de ser terminante. En lo que a mí respecta y hasta ahora, la lluvia sólo ha demostrado ser un fastidio. Y mucho más aún cuando no me queda otro remedio que salir de casa y enfrentarla. Y así trato de dar por finalizada la conversación.
Recuerdo que esa tarde llovía ferozmente. Yo volvía de trabajar avanzando en contra del viento que, entre aullidos y remolinos, había convertido las calles en un caos. Como es de rigor, algo ocurrió en la central eléctrica: las luces se encendieron, parpadearon y claudicaron ante la oscuridad. Las ramas amenazaban con sus crujidos y parecían a punto de desplomarse sobre los escasos peatones que, como yo, corrían envueltos en la borrasca inesperada de ese atardecer de febrero.
Un hombre alto pasó a mi lado envuelto en una capa de loneta marrón. Parecía un gorrión mojado, caído del nido. Y olía a gorrión mojado.
Desde la vereda de enfrente alguien gritó algo así como: «Cuidado que está por cortarse un cable en la otra cuadra» y entonces, harta de luchar contra lo que me superaba en fuerzas, decidí refugiarme en el mercadito de la esquina de Alberdi y Chacabuco, a pesar de que sólo faltaban cien metros para llegar a casa.
Gracias a una lámpara de gas, el negocio estaba iluminado. Entré chorreando agua, enredada entre los alambres del paraguas retorcido por el vendaval y dejando en claro todo lo que pensaba de la lluvia y sus adoradores. Olvidé saludar al dueño del negocio y al único cliente y comencé a quitarme el impermeable inservible, mientras me sacudía como lo hace mi perra, luego del baño.
Fue entonces que las vi.
Acomodadas en una caja de cartón y envueltas en papel de seda blanco, las frutas parecían soles en reposo. La piel, amarilla y brillante, reflejaba la luz que proyectaba el pequeño farol de gas. El espacio, en donde convivían fraternalmente, papas terrosas y verduras de hojas, con productos de almacén, parecía iluminado por los reflejos dorados que irradiaba la caja de frutas.
—Limones— pensé mientras trataba de secarme la cara y el pelo con un pañuelo—. Limones para exportación, por eso tan bien presentados.
Pero una vez que estuve frente a la caja, la fragancia que me envolvió hizo que dejara de lado la hipótesis de los limones. Un perfume a duraznos maduros, con toques de melones dulces, era lo que exhalaban las extrañas frutas. Si alguna nota cítrica se deslizaba, escurridiza, era sólo cuestión de segundos y después se desvanecía en medio de aromas almibarados.
Antes de animarme a tocarlas, me di cuenta de que la piel era tersa y pareja, pero sin poros. Algunas vetas de tonos marfil recorrían la cáscara a modo de meridianos de luz. Con cuidado y respeto (suelo ser cautelosa ante lo desconocido) estiré mi mano todavía húmeda y retiré una fruta de la caja, mientras le quitaba lentamente su ropaje blanco.
De cerca, su perfume era más ambiguo aún. Me cautivó la tersura resbalosa y brillante de su piel, ésa que me había asombrado al entrar al negocio.
— ¿¡Manzanas!?— pregunté sin poder creerlo.
—Sí—, contestó el dueño del negocio, mientras terminaba de pesar un racimo de uvas.
— ¿¡Amarillas!?— volví a la carga con la manzana en la mano, a modo de Eva en un Paraíso ventoso y mojado.
—Golden— respondió el frutero, mientras despedía a la cliente y se resignaba a darme todas las explicaciones.
—Se llaman Golden. Al menos, ese es el nombre que figura en las cajas. No son ni las Grannny Smith ni las Red Delicious que vos conocés como manzanas verdes y manzanas deliciosas. Se llaman así porque son doradas. Golden quiere decir dorado en inglés. Aparecen a mediados de enero y abundan en febrero. Solo que duran muy poco y no son muy conocidas—, concluyó Coco, el frutero, con la misma capacidad de síntesis con que habitualmente me responde, cuando lo ametrallo con preguntas específicas.
De esa forma y sin haberlo imaginado, las manzanas doradas y yo nos unimos en amistad en medio de una tarde despiadada, en la que escaseaba la luz y el mundo amenazaba con volarse.
Todas las mañanas, alrededor de la seis y media, de ese otro febrero de hace, creo, algo así como quince años, Abel entraba por la puerta principal de Hidráulica de la Provincia (o como diablos llamen ahora), con un termo en una mano y una manzana dorada en la otra.
Yo llegaba casi siempre antes que él y preparaba el café que iba tomar durante la mañana. Abría las ventanas, que daban a la Costanera, para dar paso al aire nuevo y lo esperaba. Sabía que una vez que dejara sus cosas en la oficina, Abel volvería y los tres, (él, la manzana y yo) iríamos a ver el amanecer en la laguna.
Habíamos tomado esa costumbre casi sin ponernos de acuerdo. Muchos empleados estaban de licencia, y a esa hora éramos los únicos en la oficina. Sólo un rato después, comenzarían a llegar los otros compañeros.
Nos sentábamos en el cantero de entrada y, en silencio, esperábamos que el sol apareciera desde el fondo de la laguna.
Mientras tanto comenzábamos a comer la manzana dorada. Abel siempre me otorgaba el privilegio del primer bocado. Yo le había contado mi aventura en la tarde borrascosa y la forma en que había conocido a las famosas Golden.
Nunca perdimos un amanecer durante ese mes. Recuerdo que solo llovió una vez y, a pesar de todo, pudimos ver entre velos, el disco de fuego del sol, peleando entre las nubes. Esa mañana, para no mojarnos, nos refugiamos en mi oficina y desde la ventana, con nuestra fruta compartida, la lluvia nos brindó otro paisaje del amanecer lagunero. Pero en el resto de los días, que fueron luminosos, tuvimos siempre platea reservada en primera fila para ver la función. En rigor de verdad, no le prestábamos demasiada atención a la manzana. El espectáculo del sol era lo que nos tenía cautivados.
No vimos dos amaneceres iguales en esos días. Arriesgo más aún: nunca habrá dos amaneceres iguales a orillas de la Setúbal.
— ¿A vos, que te gustaría hacer? Digo, si no hicieras esto que estás haciendo—, me preguntaba Abel, mientras el sol mostraba apenas un fragmento de su redondez y despedía andanadas de luz colorada.
— ¿Si no hiciera esto que estoy haciendo? ¿Vos decís, comer manzanas y mirar la salida del sol? — me reía yo, que sabía muy bien lo que me quería preguntar.
—No, en serio. A mí me gustaría escribir. Yo sería feliz si alguien me pagara por trabajar con palabras, lo mismo que me pagan por trabajar con números. Pero eso, ¿dónde lo voy a conseguir? — terminaba de contestarle, cuando el sol ya había puesto sobre el horizonte su cara incandescente del color de las naranjas y nuestra manzana casi había desaparecido.
— ¿Y no te animás a dejar todo y a empezar de nuevo? — seguía preguntando él, que siempre encontraba un lugar para la esperanza. Yo repetía, a quien quisiera escucharme que, acompañada de Abel, me atrevía a cruzar un desierto sólo con una botella de agua mineral.
Nos conocíamos desde hacia más de veinte años. Cuando yo llegué a Hidráulica (o como le digan ahora) Abel ya llevaba un tiempo trabajando. Recuerdo que recién había nacido su único hijo. Como toda novata, me sentía muy insegura en un ambiente desconocido, y la calidez y la alegría de Abel habían sido una buena puerta de entrada para comenzar a transitar esa nueva experiencia. Era apacible y sereno, y me demostraba que, siempre, había una manera mejor de ver las cosas.
Recuerdo que yo le decía, poniéndome trágica: «Tenés el nombre de la primera victima». Él encontraba una salida alentadora: «Sí, pero también el de dos santos milagrosos: Francisco y Antonio». «Entonces, despreocúpate, el cielo es tuyo». Y así resolvíamos la cuestión.
Siempre me pareció, y aún lo creo, que yo era una compañera especial para él. Estábamos siempre en buena sintonía y nos entendíamos tan sólo con un gesto. Pero ese febrero nos acercó mucho más y creo que cuando llegó marzo, y regresó de la licencia el resto de los compañeros, los dos extrañamos por igual, aquellos irrepetibles amaneceres.
Después del ritual de sol y manzanas, volvíamos a nuestras oficinas. Yo seguía con mi ventana abierta hacia el este. Abel abría la suya que daba al sur, prendía la radio (siempre conseguía escuchar algún tema de Rata Blanca) y era difícil que volviéramos a tener tiempo para charlar durante el resto de la jornada. Yo me dedicaba a mis números y dineros públicos y Abel, junto con otros, a luchar contra la inundación, que ese verano amenazaba la ciudad desde el este, como era común que ocurriera en nuestra zona. La traición de las aguas del oeste estaba lejana aún y difícilmente la hubiéramos podido imaginar.
Trabajábamos sin parar, mientras el sol dejaba sus reflejos anaranjados y se volvía cada vez más amarillo. Al mediodía, se convertía en una implacable bola hirviente y blanca, que me obligaba a cerrar las ventanas y olvidarme de él por unas cuantas horas.
La mañana a veces no alcanzaba para todo lo que era necesario hacer. Con frecuencia nos quedábamos hasta el anochecer. Estábamos en una situación especial, definida como emergencia hídrica por las autoridades, que veían la inundación desde helicópteros. Eso impedía tener horarios previsibles.
Cerca de las siete de la tarde, si no había sucedido nada imprevisto, volvíamos a nuestra casa, agotados y con bastante mal humor.
Todo estaba envuelto, a esa hora, en las brumas del atardecer. El día se aquietaba y la laguna se preparaba para otra noche de verano. El sol ya no era ese animal furioso y decidido que aparecía sobre las aguas. Parecía un anciano, bello y solemne, pero abatido por la edad.
A veces nos cruzábamos con Abel a la salida. Su casa quedaba hacia el norte. Yo vivía hacia el lado opuesto. Un saludo con la mano, de auto a auto, nos comprometía a un nuevo encuentro. Y a nuevos soles y manzanas.
Me sigo llevando mal con la lluvia. Y con impermeables y paraguas. Fiel a su costumbre, mi barrio queda a oscuras ante la primera gota que se desploma de los cielos. Hidráulica de la Provincia (o como quieran llamarla ahora) sigue estando en el mismo lugar, aunque ahora son muchos los rostros forasteros que la habitan.
Yo extraño la laguna. Y sus amaneceres. Me faltan los anaranjados feroces de las primeras horas y los blancos incandescentes, que derretían lejanos mediodías. También me falta Abel que, demasiado pronto, puso la proa de su nave hacia el lugar donde los soles reposan. Las manzanas Golden también han desaparecido. No he preguntado por ellas.
Seguramente me dirán que han cambiado las demandas del mercado. O que han sido reemplazadas por otras variedades. O que sólo las venden en lugares especiales. Ninguna de esas respuestas es la que yo espero. O en rigor de verdad, creo que he clausurado todo tiempo de respuestas.
El pequeño negocio de Alberdi y Chacabuco sigue vendiendo lo mismo que hace años. Paso frente a él todas las tardes. Y desde el mostrador, su dueño me saluda como siempre. Le contesto, salvo en los atardeceres lluviosos. En esos momentos, cuando las luces se encienden, parpadean y se apagan, sé que el débil farol a gas estará luchando por iluminar el local. Entonces sí, contengo la respiración y dirijo los ojos hacia el interior. Porque a pesar de los olvidos y de los tiempos extraviados, escondo en algún lugar del cuerpo la esperanza de volver a ver, aunque más no sea por un instante, un reflejo dorado y brillante que, vestido de seda blanca, me ayude a encontrar el camino de regreso a la comarca de los soles en reposo.
De: “SOLES EN REPOSO (2006)”
EL HOMBRE QUE NO QUISO SER AVENIDA
Caminar por la Plaza Pueyrredón exigía el pago de un peaje simbólico: era ley no escrita intercambiar un saludo con Cacho, esperar a que nos diera las noticias del momento, que asegurara que no había gente rara en el lugar y después sí, dar las vueltas necesarias para mantener, o al menos intentarlo, cuerpo y mente en aceptable armonía.
La voz de Cacho era una mixtura de huracán y granizo; su andar, un equilibrio precario de huesos insurrectos sometidos a los efectos de reiterados tetras que le daban a su cuerpo el necesario combustible de vida.
La noticia nos dijo que había nacido como Edgardo Seguí. Seguramente, él pensó que este apellido era más indicado para una avenida que para un hombre y se parapetó detrás del apodo que lo hizo famoso. Eligió, además, un banco de plaza por todo colchón, árboles descomunales por techo y un enjambre de extraños a quienes adoptó como familia.
Nada en la vida de Cacho fue producto del azar. La andanada de tabaco que saturaba su respiración, los baldes llenos de agua para lavar los autos estacionados en calle Alberdi y el tetra, que estimulaba su decir, fueron la primera elección. Luego venía el sándwich, de lo que fuera, por todo almuerzo o cena, los artesanos del fin de semana y también nosotros, sus repetidos interlocutores, que en cada vuelta a la plaza balbuceábamos un comentario rápido y entrecortado para no perder el ritmo de la tarea aeróbica.
Tenía particulares teorías para cada situación concreta. Y las expresaba con toda solemnidad. Pero no era fácil entenderlas. El alcohol y la respiración fatigosa enredaban sus palabras. Sostenía que los números tienen, en su íntimo ser, secretos apasionantes. El veintidós, por ejemplo, representaba a El Loco. Y se extendía en una larga argumentación sobre la vida y la muerte —más sobre la muerte que sobre la vida— que en ese momento no llegué a descifrar.
Hace pocos años, un veintidós de agosto, Cacho festejó cincuenta y cinco inviernos. La siesta dormitaba en la plaza y a pesar del sol, el frío rasgaba la piel de barrio Candioti.
Alguien contó después que Cacho dejó su banco y avanzó algunos pasos hacia la fuente central. Dicen que no llegó. Un arrebato del destino determinó que su pasaje —sólo de ida— había caducado. Después supimos que tenía parientes, que se ocuparon de que sus restos cumplieran los rituales de la despedida. Y fue entonces que descubrimos que había nacido como Edgardo Seguí.
El banco, hogar del hombre que no quiso ser avenida, apareció al día siguiente cubierto de
mensajes. Cacho no se murió, decían algunos. Cacho voló al cielo a tomarse unos vinos, aseguraba otro. Los artesanos, hermanos predilectos de Cacho, derramaron su tristeza en homenajes de papel y flores que oficiaron de necesaria elegía.
Ese veintidós de agosto, la Plaza Pueyrredón perdió uno de sus habitantes. Pero, de algo estamos seguros: un nuevo fantasma se desliza entre sus canteros. Por mi parte creo que, recién ahora, estoy entendiendo lo que Cacho trataba de advertirnos cuando explicaba el sentido último del número veintidós. Pero eso no importa demasiado ahora. Porque Cacho no está más en su banco. Y la plaza, y nosotros, no terminamos.
FOTOGALERIA | Momentos
EXTRA | Links, Contacto y Redes sociales
Jurado en "Certámen Nacional de Cuento Gastón Gori" SADE Filial SAnta FE. 2018.
E- mail: pepopilu@gmail.con
Facebook: María Del Pilar Barenghi
Instagram: @mariadelpilarbarenghi
Esperamos hayan disfrutado el avance del presente artículo, si es así los invitamos a dejarnos su #MeGusta, #Reacción y/o/a darle #compartir en sus redes sociales para difundir nuestro trabajo, pero sobre todas las cosas para darle promoción a la dedicada obra literaria de Pilar Barenghi. Tiene una característica obra de la que hay mucho por conocer. ¡Buena vida luchadores!
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