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Edgardo Peretti | Literatura

Edgardo Peretti es un periodista y escritor nacido en Rafaela, Santa Fe.  En su escritura se entrelazan la temática de sus obras literarias y sus textos en los medios. Es asociado a la Sociedad Argentina de Escritores Santa Fe. Desarrolla los géneros: novela policial, historia ficcionada, ensayos y narrativa urbana. Según puede observarse en sus letras puede decirse que es parte de una corriente que abreva en la cotidianeidad del periodismo con las historias que se cuentan. Ha publicado libros personales e integra publicaciones antológicas colectivas. La visión de Edgardo sobre las historias urbanas lo lleva a incursionar en aspectos barriales donde se manifiestan críticas cargadas de ironía, como también las herencias culturales inmigratorias que nutren la vida de sus espacios. Con su escritura denota esa pasión por la creación mediante la palabra. En su trabajo es el vocabulario y estilo característico los que rinden homenaje a su lectura pero sobre todo a la poética y al oficio de ser escritor. Es un honor conocer su obra y que sea parte de la Galería "Cohen Art Santa Fe", Edición 2023. 

BIO | Esencial

Edgardo Peretti Nació en Rafaela, Santa Fe.) El 21 de setiembre de 1958. Es Periodista y escritor. Él alterna la temática de sus libros y escritos en los medios entre la novela policial, historia ficcionada, ensayos y narrativa urbana.

Fiel exponente de una corriente que abreva en la cotidianeidad del periodismo con las historias que se cuentan, agrega a su obra infinidad de artículos que habitualmente se publican en compilados literarios.

Su visión de historias urbanas lo lleva a incursionar en aspectos barriales donde se aprecian críticas cargadas de ironía hacia modismos de vida de su ámbito y su espacio, sin dejar de lado las marcadas herencias culturales inmigratorias que nutren la vida de sus espacios.

Entre sus méritos suele citar su vecindad con el gran Fortunato Nari (vive en el mismo barrio) a quien le ha hecho llegar todos sus libros, mientras que el magno escriba le ha obsequiado los suyos, todos debidamente dedicados. También haber compartido la redacción del diario La Opinión con Elda Massoni y ser amigo de Omar Vecchioli, hijo del famoso Mario.

Jamás he recibido premio, distinción o consideración alguna por mis obras.

Mis seguidores (admiradores) sostienen que mi mejor labor literaria está por llegar, en tanto mis críticos – que no son pocos- consideran que jamás tendría que haber escrito una.

Prestigiosos biógrafos, en cambio, insisten con la tesis que apunta a la falta de reconocimientos adecuados debido a su profundo disenso con la Real Academia Sueca u otras similares que otorgan premios famosos, aunque admiten – con cierta prudencia- que estos organismos no tienen, siquiera, idea de este autor de tierra adentro.

Ezbozado esto último -con inseparable característico estilo- se confieza a "Cohen Art Santa Fe" manifestando que esta circunstancia no le impide seguir creando y soñando.

Habiendo conocido un poco, pero esencialmente, sobre este Artista Literario, continuaremos el artículo en lo que nos convoca: su obra, sus letras.

OBRA | Publicaciones

En su labor de autor ha publicado los siguientes libros:

  • Félix, el Sacristán del diablo
  • El faro de Lehmann
  • Colorado Ayacucho
  • Karlovich-Karlovich
  • La lonja
  • El arco de la esperanza
  • El 54
  • Rejunte
  • Don Sema
  • La oscura existencia del Bayo Pellegrini
  • Nunca le ganamos
  • Pasantía
  • Estación Romilda
  • Fiolo fracasado
  • El carnaval cambia de barrio
  • El velorio del tío Pedro (editado por la UNL), 
  • Antología navideña (Edición E.R.A)
  • El bibliotecario de la cárcel (en prensa).


OBRA | En sus letras

LA OCULTA EXISTENCIA DEL “BAYO” PELLEGRINI

Publicado por el Diario La Opinión de Rafaela, Suplemento Aniversario 2017


De tanto amagar caerse, la tarde —esa tarde— se terminó de caer. Pese al frío, el sol se las ingenió para hacerse el guapo hasta las cinco, cuando las nubes invernales lo pusieron en su lugar sin mayores explicaciones. Era julio, ¿qué esperaba? Advertido del suceso, andaba el suscripto juntando yerba en el patio, la misma que —acreditando cinco rondas— ahora se negaba a secarse para una nueva versión de mate muy lavado, pero sano, como decía la tía Negra, que solía hacer cambios cuasi anuales con su original verde elemento renovado. “No es por miseria —decía—, sino por economía” sentenciaba con fuerte presencia oral y decididamente keynesiana. Sin saberlo, la tía estaba inventando la ecología matera.

Como el mundo andaba en otra cosa, prefería ignorar reflexiones de tan alto vuelo que a nada conducían como no fuese a una lágrima que ninguna filosofía redimía en estos tiempos. Pero, las vacas estaban flacas; muy flacas, casi famélicas y fue por ello – quizás lo sepa un día- que me atrajo aquella invitación que la mañana dejó por debajo de lo que quedaba de mi pobre puerta, austera muestra de libertad que ya no cobijaba ni siquiera ilusiones porque todas se habían ido. “Lo invitamos a la degustación de vinos Franja Amarilla. Esta tarde, cuando termine Deportes en relieve, al lado de la bomba de la calle Rosario”.

Tomé coraje —el mate ya no daba—, memoricé donde quedaba el sitio, sobre calle Rosario al quinientos, donde los camiones regadores de la Municipalidad cargaban agua para apagar la tierra humeante de las calles en verano y tomé la decisión, aunque con algunas dudas: ¿existía aún la bomba? Porque, según mis datos, la habían llevado hacía unos treinta años; además, hacía mucho más que no había calzadas de tierra, pero como nunca se sabe, seguí adelante. Lo del horario era más claro, ya que el programa de LT 28 se iniciaba a las 7 de la tarde y terminaba a las 7.45 cuando llegaba “Tiempo de velocidad”. Con semejante cúmulo de incógnitas inicié el derrotero, no sin antes pasar por el Almacén de Calaón a comprar unas galletas: si había vino no se podía estar con el estómago vacío.

El tipo estaba sentado en una silla matera, petisa, de patas cortas y chuecas, y bastante usada. El tipo, igual. En plena noche ya encontré la entrada únicamente por el sonido de la radio y aparecí frente al recepcionista cuando terminaba Leonello y el “Cholo” Scarafía avanzaba con la clasificación para el Gran Premio de Alaska. Algo no andaba bien. El tipo, el que estaba en la entrada, me saludó seco y cortante y me parece que me confundió con otro, porque me dijo “Buenas noches, ingeniero Parrilli. Sea bienvenido”. Yo le quise explicar que no era ese señor, aunque me sonaba que lo había sentido nombrar en otra circunstancia. No me dio tiempo, y se puso a darme explicaciones mientras apagaba la “Tonomac” en la que escuchaba: “Mire, ingeniero; usted anduvo escribiendo sobre los túneles de la calle Ayacucho y hace unos días volvió con el tema de los del centro. Quiero decirle que acá hubo gente molesta porque se nos ignora en desmedro del trabajo que estamos haciendo”.

Yo estaba atolondrado. ¿Quién era ese Parrilli? (N. del autor: protagonista de la novela “Colorado Ayacucho”, oportunamente editada por quien esto escribe). ¿Quiénes eran ellos? ¿Quién estaba molesto? ¿Qué tenía que ver con eso? ¡Mamá!

“No se asuste —dijo el petiso que ya había guardado la radio en una caja que decía “Masitas Marengo” y se ajustaba el cinturón que se empeñaba en seguir la periferia inferior de un abdomen bien dotado- sabemos que usted es un buen tipo y por esa razón lo hemos invitado a conocer nuestro propio túnel/museo que recuerda por siempre la memoria y el accionar de quien fuera su mentor, gestor y ejecutor y que hoy mira desde el más allá”.

Absolutamente obnubilado, aturdido y confundido, me dejé llevar por el circunstancial guía que ya comenzaba a descender por una escueta escalera ubicada detrás de la casilla de bombas, camino a las profundidades del barrio. “’¿Me puede explicar algunas cositas más?”, casi le rogué. “Como no, ingeniero —insistía el sujeto que no registraba mi negativa a nada—la idea es invitarlo a usted para que pueda escribir la historia de este Museo/Túnel Pellegrini, una inédita exposición de objetos y evocaciones que recuerda la historia del barrio y su gente en un lapso que aún no hemos podido establecer, pero estamos en eso; incluso, algunas partes están en preparación, pero no por falta de elementos sino porque los curadores no se ponen de acuerdo entre exhibir una muestra temporaria temática o una globalizada”. “¿Son muchos?”, pregunté. “No, dos, pero gringos porfiados…”.

Mientras el suelo comenzaba a quedarse con mi sombra, miré el cielo, percibí la inminente lluvia y se estaban por ir las ganas de bajar por un túnel, pero el hombre me tranquilizó: “no se asuste. El túnel corre por debajo del que recoge el agua, por eso es más valioso y moderno. Pellegrini lo calculó todo”. “Que Pellegrini, ¿el político? —atiné a preguntar en una acción de primera defensa de lo que estaba viviendo: “¿Quién…? No, el ‘Bayo’ Pellegrini. El que hizo todo esto, y que no era un improvisado: diseñó el Palacio de la Lona, la estafeta de los Rufino, el primer Palo enjabonado con grasa de chancho sintética y la primera cancha de bochas de baldosas en el bar de los Hermanos Cuesta...”. “Un visionario”, intenté aportar, pero no sirvió. “No crea, fue un fracaso porque los jugadores andaban en alpargatas con poco grip y nadie quería jugar porque no había emoción”.

 “Ahhhh…”. (Primera expresión de este tipo en la jornada, que se repetiría hasta el hartazgo).

Fuimos bajando y sentí el flujo de agua corriendo encima de mí por lo que calculé que el Museo estaba más abajo aún. “Llueve”, pensé, y miré la hora pero el reloj de mi muñeca estaba clavadito en las 19.45. Decir que sentí pánico, es poco. Un susto de aquellos. Pero la curiosidad me carcomía. ¿Cómo es posible que nunca sintiese hablar de este ‘Bayo’ Pellegrini que aquí parecía tan famoso?”.

En un momento, el petiso —que se llamaba Michael, como me enteraría más tarde— se detuvo, tomó aire y hasta pensé que estaba emocionado, pero sólo era el ahogo por la escalera. Debe haber sido por efecto del tabaco, ya que llevaba en una de sus comisuras un “pito” (denominación vulgar del habanito, o sea un cigarro preparado con tabaco picado, al lado del cual un porro de marihuana —en sus efectos, dicen— es un cigarrillo mentolado suave), tomó la palabra y me pidió que no lo interrumpiese ya que estaba por comenzar con el coloquio de introducción al sitial.

“Como ya le dije, ingeniero, esta es una obra generada por el genio del ‘Bayo’, cuyos restos descansan en un cementerio jardín porque —hay que decirlo— odiaba la humedad y financiada por la comunidad del barrio y otros donantes anónimos y algunos capitalistas de juego sensibles al clamor y recuerdo popular.

“Ahhhh...”

“…este Túnel/Museo tiene unos setecientos metros de extensión y en su medición exterior, va desde la esquina de Rosario y Carlos Pellegrini (nada que ver con el ‘Bayo’, le aclaro) y se presenta con elementos referidos a la cuadra o cercanías de ella, ordenados según circunstancia. Le paso a mostrar”, expresó y escupió el pito hacia una lata de aceite “Joya Real”, acertando tal como “Chocolate” Raffaelli. “Está prohibido fumar”, sentenció sin derecho a réplica.

“La primera parte, que va desde Rosario a Ayacucho, tiene a los de la calle y alrededores, en realidad, gente del barrio y sus enseres, todos debidamente certificados por el Escribano Alemandi que supo jugar al polo en su juventud en el barrio”.

Hicimos unos metros y sólo se veía oscuridad, o sea que no se veía nada, pero para mi sorpresa, cuando caminábamos se encendía unas luces led que sólo cubrían el espacio, todo muy bien acomodado y decorado, con una suave música de Feliciano Brunelli de fondo, aunque para mí era Jachi en sus inicios con el acordeón.

Arrancó el Michael: “En esta parte todo comienza con una camiseta número 6 de Racing, autografiada, que perteneciera a Juan Rocchia y, como era de Ferro, lo acompañamos con el botiquín de Romero y la canillera del “Moro” Rodríguez, seminueva. Más acá tenemos la motoneta ‘Iso’ del doctor Jaled Borlle, la primera receta del “Cocho” Rossi cuando puso la farmacia y la dentadura que le hizo el “Negro Caillou” al viejo Ledesma. Toda esta gente fue, y es parte del barrio con su esfuerzo y amor por eso preservamos su memoria”.

Las luces se iban apagando y otras encendían. La emoción ya me ganaba y era parte del relato, los nombres eran conocidos y las referencias tan válidas como sinceras: “Ya avanzando tenemos un par de bancos, con sus pupitres, que quedaron en el barro el día que mudaron la escuela Belgrano de edificio, en 1952, me parece, un cuaderno firmado por el director Rogelio Piantanida y la señora de Vitaloni (la mamá de Daniel y Roberto), y ya sobre Cervantes (cruce peligroso, le aviso si pasa en bicicleta) está un carrito de Helados de Monroig, con el caballo original y con helados de esa época”. Aquí no pude contenerme: “¿Los helados los hizo don Américo? ¿Son originales?” “Los helados, si, al caballo lo cambiamos hace unos años porque el otro extrañaba, pero todo está debidamente autenticado, como le dije, en la Escribanía”.

Estaba ansioso por llegar a la vereda del club 9 de Julio, y saber qué criterio de resguardo se habían tomado allí. Pero me llamó la atención un cartel bastante grande, luminoso que decía “Aquí cerca nació el periodista Néstor Clivatti”. “Importante mención —le dije— se ve que reconocen su trabajo, “es que la mancha de humedad era importante, así que aprovechamos”, dijo y siguió con la mención “…porque, además de Clivatti, aquí viven o vivieron famosos como Miguelito Rosetti (gran jugador de fútbol), el “Pelado” Basano (también), Idelio Gilardoni (un tipazo), Manolo Larramendi (ingeniero, como usted), Dany Galfré (que fue integrante de Huemul 76), Jorge Moroni (múltiple campeón de bochas), Alicia Nicolini, Enrique Corredera, don Valentín Stradella, los Ferrero, los Cravero y hasta se dice que Picatto anduvo en la zona. No, este es un lugar serio. También hay palomas de Gentile, que – como sabrá- almorzó con Mirtha cuando era joven.” ¿Gentile?”. “No, Mirtha”.

“Ahhhhh…”

Como se dio cuenta que estábamos a la altura del club 9 de Julio y no me decía nada, se dio cuenta de mi impaciencia y dejó en claro “El tema de los clubes, es en el segundo subsuelo (¿?). Acá, lo que tenemos a mano es este auto Bergantín, modelo 1958, como verá tapado de ladrillos y bastante abollado que quedó desde que el Alfonso Gauchat se fue con el midget a través del tapial y apareció en la calle. Como el dueño no vino nunca a buscarlo fue incorporado al Museo que por esa época estaba en preparación. También tenemos un Gordini de Domingo ‘Mingo’ Tella, lamentablemente fallecido recientemente, el acta fundacional de la Peña Carlos Grossi y la gorra de José Battaglino, aunque es una réplica ya que el original está en exhibición en la Clínica de los Parra”, las motos de Togni y Miniotti y un Limitada 31 que, la verdad, no sabemos de quién era, pero cubre un buen espacio”.

Cuando llegamos a la esquina con Lamadrid, Michael tomó aire y, me parece, se tentó en encender otro pito, pero se detuvo. El recorrido lo estaba cansando, pero era un tipo responsable: “De aquí en adelante estamos un poco desordenados aún, pero le puedo citar que tenemos la chaira original del carnicero Abel Costa, el motocarro (sin ruedas) de los primeros tiempos de la panadería “Pompeya”, un televisor “Kansas” que arreglaba el señor Krauel y se trabaja en la salida en Arenales, donde está el rincón dedicado al bicicletero Juan Ferrero, un buen tipo, víctima de un sistema inepto, hay tres mesas y tres sillas del ex boliche de Basso y los muchachos del Sindicato de la Carne nos prometieron la bolsa de arpillera en el que cubrieron el busto de Evita en el 55, pero como le digo, estamos en preparación. También tenemos un rincón de productos de copetín “Guadalupe”, gente del barrio… ¿vio?

“Ahhhh… y del fútbol, no me dice nada?”

“Mire —pareció sincerarse— mucho no puedo. La dirección artística nos controla con memos y papers todos los días, pero a usted, ingeniero, no le voy a mentir. Lo del segundo subsuelo es un verso. La pelea es entre los del 9 y los de Estudiantes. Le aseguro que hay material: un buzo del Lito Maina, bordado con el escudo peronista, dos camisetas de los hermanos Faraudello, una de Hermindo Pavetti y dos bochas (una lisa y otra rayada) del Chochi Clemenz, más una foto del Pequi Peralta y del 9 hay joyas como los pantalones de Remigio Heit, una gorra de Biglia y dos botines derechos del Negro Romano, pero el clima está caldeado” “¿Por…?’”. “Viene del partido de 1952. Estudiantes pudo ser campeón y perdió acá la última fecha —dicen mientras me señala la superficie, donde debería estar la cancha—, hubo acusaciones cruzadas, uno de Estudiantes le hizo tragar el pito al referí, bueno, esas cosas que pasan y dividen a la gente…. No me haga hablar más, hay drones vigilando por si nos salimos del libreto”.

“Muchas gracias”, le dije. “De nada, ingeniero, vuelva cuando quiera, Ahora podrá escribir más sobre este túnel. Además, las visitas son todos los fines de semana con entradas populares y descuentos a jubilados y estudiantes. Viudos y divorciados, gratis”.

Me fui. Creo que salí allí cerca de 3 de febrero, por un hueco entre la Librería de Rubén Masut y la ferrería de Carlitos Rivero. Había sol y el reloj me marcaba las diez de la mañana. Nunca más volví, tampoco sentí mencionar jamás al ingeniero Dardo Parrilli; a Michael me pareció verlo en una camioneta repartiendo soda para la “San Gerónimo”, de Norberto Maina. Pasaron los años y sigo pensando que fue una pesadilla organizada; había cosas valiosas y datos quizás ciertos, pero mucha fantasía… mirá si el caballo iba a extrañar.

(Rafaela, octubre de 2017. A la memoria de todos los amigos de LA OPINION que siguieron su camino hacia otros planos y viven en mi corazón).

*   *   *

Pinocho, el “burattino” inmortal


Hasta el viejo hospital

de los muñecos/llegó el pobre

 Pinocho malherido…


Por estos pagos, y especialmente en otros tiempos, la visita al cementerio constituía un ritual social casi imperativo. Nadie que se preciara de pertenecer al grupo vecinal estaba al margen; por razones, religiosas, costumbristas o de hábito, se repetía casi como una sinfonía eterna el camino de los que iban para quedarse y de los que lo hacían para recordarlos o, hay muchos casos, para ver que no vuelvan.

Por sentido de convicción nos quedaremos con eso del recuerdo y el dolor como forma del mismo. La nona Romilda, lanzada a la fama por este autor a partir de su legendaria “bayonesa” mantenía el hábito de concurrir al sitial de las ánimas en forma periódica y programada. Tenía sus razones, atendible por cierto, allí estaban dos de sus hijos.

Por ese entonces me preguntaba por qué desde mi lado materno, polacos inmigrantes, no advertía ese conspicuo acto ritual. Lo entendería algunos años después: aún no tenían a nadie allí.

Los abuelos vivían en calle Bolívar al 1100 y hasta allí llegaba yo con mis pocos años y mi chapa de primer nieto y varón; hay que ser —apenas— un producto de estas tierras para entender el valor de esta condición, al menos por ese tiempo. Evoco que en épocas de verano, los preparativos comenzaban el día anterior, cuando los gladiolos, margaritas o calas u otra especie de estación florecida en el patio, se cortaban y se dejaban toda la noche en agua de lluvia, adentro de un balde, pero en el baño interior (el excusado no daba para estos fines por razones que no vienen al caso enunciar ahora).

A primera hora de la jornada de excursión, se le agregaba el “verde”. Esto era helecho u otra versión vegetal que contenga el referido color y se transportaba en cantidades como para proveer a varias tumbas y otros espacios destinados al mismo fin. El volumen podía aumentar si algún vecino, advertido del periplo, se llegaba con un mate en mano y otro ramo en ristre. Nada se despreciaba. No quedaba bien.

El viaje —a pie— tenía dos caminos posibles. Si había algo de barro (usual todo el año) se transitaba a un costado de la ruta 34 hasta la cruz y de allí se cruzaba al lado sur de la entonces ruta 166 (luego 70) donde había una vereda de ladrillos que llegaba hasta el cementerio, con una interminable fila de altos pinos sobre la zanja. Algunos tramos de esta construcción aún subsiste; los pinos se (los) fueron hace mucho.

Si había buen clima se rodeaba la cancha de Ferro y allí se salía en diagonal (no existían casas, salvo algunos Podio en la zona, ni tampoco los barrios Los Nogales y, menos, Jardín) para hacer una breve pausa en la casa de los otros Podio que eran parientes, ubicada al lado del camposanto, para avisar la llegada y el compromiso del mate para la vuelta. Después comenzaba el itinerario por la ciudad de los muertos. Que no era breve.

No podría dejar de citar en este breviario nostálgico un hecho que era un clásico familiar. Ante la cercanía del día de los santos y los muertos, la nona la recordaba al nono Andrés la necesidad de renovar la pintura de la sepultura de sus chicos. El hombre tomaba debida nota y en la semana previa se llegaba al sitio a bordo de su moto DKW, con un tarro de pintura y un par de pinceletas. El caso es que, como buen gringo no tenía un color definido sino que pintaba con lo que resultaba de mezclar todos los “culitos” (sobrantes) del año, con lo que el resultado final era una incógnita que se develaba el primer día de noviembre. Nunca faltaron las sorpresas. El nono era de absoluta vanguardia en la materia de inventar tonos.

Sucede que cuando le empezó a fallar el pulso, y él insistía en realizar la tarea, mi viejo se daba una vuelta unos días antes, no para cambiar el resultado, sino para revisar que no hayan quedado huellas coloridas en panteones y tumbas cercanas, tal como había ocurrido el año anterior.

 Antes de llegar con la nona al “parvulario” (espacio donde se enterraba a los niños) siempre aparecía alguna referencia a un nicho con habitante conocido, siempre con el consabido comentario de “¡Mirá quién está!”. Pero las flores recién salían del voluminoso envoltorio (con hojas de LA OPINION tamaño sábana) cuando se llegaba al “tumbín”. Allí la sufrida madre se reencontraba con su dolor y se percibía un silencio muy profundo, muy fuerte, muy duro. Recién después se comenzaba con la limpieza, la eliminación de las flores marchitas de la visita anterior y se repasaba todo con un trapo húmedo. Por si hacía falta, el agua que se colocaba en los floreros había sido traída desde el hogar. “Andá a saber lo que tiene al agua de acá”, decía la abuela.


El caso es que Pinocho estaba grave/

 y en sí de su desmayo no volvía/

y el pobre cijurano (SIC) no sabía/ 

a quien pedir prestado un corazón.


Luis Aguilé era el nombre artístico de Luis María Aguilera Picca. Había nacido en 1936 y falleció en 2009, a los 73 años. Algunos almanaques antes tuve la oportunidad de concretar una nota para el Diario. La cita fue en el Parra Hotel (donde se alojaba) en una tardecita de sábado, café mediante, mientras concretaba la vigilia antes de una actuación en la ciudad.

Luego de las formalidades y trivialidades del caso que a los artistas que vienen al interior se les impone, y que cumplen aunque sin sonreír, me invitó a una nueva ronda de pocillos. Nunca fui amante del grabador (don Emilio Grande decía, con acierto que hacía perder el sentido de concentración al periodista), por lo que hice a un lado el anotador tamaño familiar que nos preparaba el inolvidable “Pucho” Bertolotti, y guardé la “Bic” punta gruesa. En ese grado de cercanía, se me ocurrió preguntarle por qué, a los 70 años andaba de gira por el interior. “Es la esencia —me dijo— lo que nos hace artistas y nos deja morir en ella”. 

Se me ocurrió una pregunta, pero salí por otro lado. Le pregunté por su tema favorito, su amor de repertorio y autoría. Le recordé el alto valor emocional de “Ven a mi casa esta Navidad”, o los menos poéticos (pero rimbombantes éxitos) de “Cuando salí de Cuba” o “Pamplona”, o “Los flacos”, que en los setenta inundaba las canchas del país con el cantito aquel de “Flaco no te vayas,/ flaco vení,/ quédate a ver..y te vas a divertir”.

“No, chaval —me dijo, agregando el término castizo y bajándome unos años— esos fueron éxitos. Lo que amo, y lo que canto con sentido profundo es Pinocho”. “Perdón?”.

“Si. La historia de ese muñeco, el ‘burattino’ como dicen los tanos, es más profunda, más sentimental y demuestra que la vida es eterna. Fíjate que hasta el hada buena le puso un corazón. Yo quiero ser un Pinocho con lo que quede de mi historia”.

Creo que no puse esta parte en la nota. Era demasiado profunda para un artículo de compromiso. Pero me la guardé. 


Entonces llegó el hada protectora/ 

y viendo que Pinocho se moría/

le puso un corazón de fantasía/

 y Pinocho sonriendo despertó. 

(Fragmento del tema de Luis Aguilé, “Pinocho”)


Cuando terminaba de ordenar flores, limpiar vidrio y colocar el pequeño candado que guardaba una imagen del Sagrado Corazón, la nona musitaba una última oración y allí sí comenzaba el periplo por vecinos, nonos, parientes, conocidos y todo el repertorio social imaginable.

Uno, que era chico, ansiaba que termine pronto; primero porque tenía el alma escasa de paciencia y después, porque quería disfrutar de la leche caliente con cascarilla de chocolate que servían de los Podio, donde ya estaba la tía Lidia Podio de Villalonga (en realidad, prima de mi padre), una maestra de alma que siempre tenía una palabra de aliento (y cariño) para los estudios del ese pibe que alentaba a seguir leyendo. Gracias, digo hoy.

Como decíamos, la nona Romilda tenía su hoja de ruta, la cual pasaba 

—inexorablemente— por una tumba que no tenía demasiadas referencias, tan sólo mostraba una cruz, y una leyenda que expresaba “¡Pinocho! Navidad 1952”. Además, me explicaba (siempre) que había fallecido el mismo día que una prima mía, pero a esa altura ya había descartado yo el dato. La muerte siempre es lejana para un chico aunque domine muchos de sus miedos.

Han pasado muchos años. Casi setenta desde que ese Pinocho se fue en la Navidad de 1952. Por curiosidad profesional he obtenido los datos de esa historia, pero por respeto a las intimidades ajenas, guardaré parte de ella. Sólo diré que se llamaba Osvaldo, que tenía 10 años y que falleció ahogado. Lo demás, importaría poco.

Lo que quedaría es un aparte del mensaje. El breve paso de Pinocho por este mundo dejó un faro de cemento que lo evoca. La canción de Luis Aguilé sigue sonando más allá de Youtube. El hijo de Geppeto continúa siendo un símbolo de la vida que siempre vuelve, aún con un corazón de fantasía.

Agradecimiento: a Pinocho.

GALERIA | Selección de obras del autor



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¡Buena vida luchadores!
Director del Blog Leonel Alvarez Escobar

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